Los hermanos del buen fin no son lo que uno podría esperar: no se trata de una secta oscura ni de un culto místico al estilo tradicional, sino más bien de una comuna de hippies que, bajo la guía de su líder, han conseguido salir de la depresión más profunda y, desde ahí, se lanzan a la vida con un entusiasmo desbordante. El espectáculo es digno de ver, especialmente cuando se presentan, con su líder a la cabeza, lamentándose a un sapo amarillo.
Bizcocho apuesta por la risa, pero no de la manera fácil ni previsible. Su humor es inteligente, elaborado, muchas veces más para una sonrisa cómplice que para una carcajada. No hay trucos baratos ni fuegos de artificio; su estilo es limpio, bien trabajado y con una profundidad que va más allá de lo superficial.
El repertorio juega, a modo de espejo, a parodiar todo lo que representan.
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