Madre de tres, siempre

Este Día de la Madre no quiero hablar solo de flores, desayunos en la cama o manualidades escolares. Quiero hablar de lo que significa ser madre desde lo más profundo. Porque yo soy mamá de tres, aunque a muchos les cueste entenderlo.

Vega, mi primera hija, llegó al mundo para enseñarme lo más profundo del amor y lo más duro del duelo. Vivió tres días que nos cambiaron la vida para siempre. Su padre y yo vivimos lo más doloroso que se puede vivir. Nos enfrentamos al silencio en casa, a los brazos vacíos, a la habitación que quedó intacta pero sin su risa. El duelo por un hijo es una herida que no cierra, se aprende a vivir con ella.

Ser madre de un hijo que ya no está físicamente no me hace menos madre. Me hace más consciente de la fragilidad y del milagro que es cada vida. Vega es mi hija mayor. Me hizo madre.

Después vinieron Marco y Lía. Ellos van creciendo con el eco de una hermana que no conocieron pero que también es suya. A su manera, la nombran, la dibujan, la imaginan. Vega no está, pero está. Su ausencia nos ha enseñado a mirar la vida con otros ojos, a valorar los momentos pequeños y a entender que el amor no necesita tiempo para volverse eterno.

Primero llegó Marco. Con su luz, su especial manera de ser, con su risa que nos devolvió el aliento. Marco sabe de su hermana, la nombra, la dibuja. Para él, Vega también forma parte de nuestra familia, aunque nunca se hayan conocido. Y después llegó Lía, nuestro pequeño terremoto, aún descubriendo el mundo, pero creciendo también con la presencia invisible de su hermana mayor.

Soy mamá de tres. Siempre lo seré. Aunque solo dos me cojan de la mano, Vega vive en cada latido, en cada cuento antes de dormir, en cada conversación en la que su nombre aparece sin miedo.

Porque una madre no ama por la cantidad de tiempo que tiene con sus hijos, sino por la intensidad con la que los lleva en el corazón. Y en este corazón, hay espacio para los tres.

Feliz día de la madre.